Hace un año decidí dejar de creer. Me propuse no sentir y no
buscar nada más allá que el placer en una noche de verano. Me prohibí regalar
mi órgano vital para que jugasen otra vez con él, ya me cansé de ir a las
tiendas en busca del pegamento más fuerte del mercado para recomponer todos los
fragmentos en los que acostumbran a dejarlo –algún día alguien me explicará
dónde está la diversión en tirar mi corazón al suelo y pisarlo-. No quería
querer a nadie; no quería que me quisieran.
Lo conseguí. Me volví fría y calculadora. Un poco puta.
Busqué la diversión en quienes sabían divertirse, en quienes sabía que me iban
a divertir y que podría hacer borrón y cuenta nueva. Sabía que no tendría que
darles un beso en la boca al dejar resbalar las sábanas de su cama por mi
cuerpo desnudo al alba si no me apetecía; un guiño de ojo y una sonrisa eran
suficientes. Que me tocasen no provocaban en mi piel cualquier otra reacción
física que no pudiese provocar incluso Eolo en sus días de enfado. Piel erizada
por el calor de unas manos, pero ya no se me ponían los pelos de punta por
amor.
Las camas empezaron a quedárseme grandes aunque mis pies
sobresaliesen del colchón. Sus cuerpos no me daban ni siquiera calor; tampoco
causaban en mí ningún tipo de emoción. No sentía nada. No sentía antes, no
sentía durante y, mucho menos, sentía después. Sus brazos sobre mi cuerpo al
dormir se me antojaban toneladas de acero, camisas de fuerza de las que, por
más que hacía fuerza, era imposible escapar.
Hace un tiempo decidí empezar a creer. Me propuse volver a
sentir y no buscar nada más que no sea poder pasar una noche vestida y tumbada
a su lado, con las manos entrelazas, rebeldes y juguetonas; dulces y cariñosas,
disfrutando de aquello que sí lograba ponerme la piel como el cutis de un ave.
Hace un tiempo decidí que dar un paseo por un parque podía
ser el plan más maravilloso del mundo, alejada de camas, profilácticos y sudor.
Decidí que ver una película con unos brazos que te rodean tampoco está tan mal.
Me dio por afirmar que los besos son más bonitos cuando los labios queman
porque las miradas arden.
Todo es más bonito si los dos laten juntos.